Son las dos de la mañana y Carlos está
sentado frente a la casa de Marina, su ex novia. El reloj de la catedral de
Barcelona suena al otro lado del vecindario, justo en el mismo momento en que
él se anima a encender un cigarro
que calme su ansiedad; quiere verla. Se abriga por el frío
que produce la nieve que cae de manera repentina.
Marina, en su casa, al otro lado de la
calle, no se despega de la ventana de su habitación para no perderle de vista.
No sabe qué hacer ni qué decirle, le incomoda la presencia de su amado, vagando
como un indigente, en aquellas horas de la madrugada. Le incomodan tantas cosas
de él, cosas a las que se había acostumbrado y que ahora no recuerda. Pensar en
Carlos le genera un vacío emocional, eso lo sabe. Lo quiere tanto como lo odia,
tiene motivos para perderlo de nuevo y esta vez de una manera definitiva.
El
tercer asalto había sido tan complicado, tan lleno de gritos e insultos, y era
común que ambos pensaran que si se encontraban por última vez sería una batalla
campal, bañada en lágrimas.
Del otro lado de la casa, Carlos, sin
las mismas esperanzas con las que llegó, sigue esperando una señal de Marina. Desde que su
relación con ella terminó, pensó que el amor había muerto y que las
posibilidades de regresar se habían minimizado, pero nunca perdió la esperanza
y por eso continuaba en pie. Iba preparado para dar su última petición y no
molestarla más. El lugar convenido para el fin, no le era extraño, se trataba
del sitio donde ambos solían gritar.
Llevaba en su mochila, medio rota, un gran frasco de cloroformo y un pañuelo, que
usaría en sí mismo, para morir lentamente a causa del rechazo de la mujer que
amaba.
En una guerra con su ego, Marina decide
bajar a toda prisa las escaleras cuando visualiza que Carlos está retrocediendo
en su camino. No finge más un orgullo agraciado, ella misma no sabe lo que quiere.
Sólo puede concebir el impulso que la obliga a correr tras él.
Cuando ella logra alcanzarlo, sus ojos
no son capaces de interconectarse con
los de Carlos, su flequillo logra taparlos muy bien, acaricia sus manos e
intenta explicarle algo confuso:
-Carlos, tenemos que hablar- dice
Marina con la voz entrecortada y el aliento a medio salir.
-Lo sé- le responde, una sonrisa se
dibuja en su rostro al verla
- ya sé qué quieres decirme; sé que ya
no me amas, sé que debo resignarme y buscar otro camino lejos de aquí; pero no
puedo dejar de pensar en ti porque has sido lo único que me ha mantenido de pie
desde que te conocí.
Antes de que Marina hablara, Carlos
alejaba sus manos de ella para continuar el camino, ella queda sola en la calle.
-¡te amo!-gritó Marina a mitad del
camino, Carlos se detiene.
-pero no quiero estar contigo, quiero
estar como estoy ahora.
Marina regresa a su casa, dejando a
Carlos en medio de la intemperie. Él estaba dispuesto a acabar con el amor que
sentía por ella, pero comprendía que no quería a nadie más. Así que descarga su
maleta, saca el cloroformo y el pañuelo,
y vierte una gran cantidad del veneno en el trapo. Cuando se lleva la mano al
rostro, el efecto causado por el narcótico le ocasiona un mareo ligero, que termina
con una visión a oscuras
Son ya las tres de la mañana y las
calles de Barcelona se encuentran muy solas. La nieve cubre la ciudad y el frío
pone a tiritar las almas vagas de la noche. Donde antes solía gritar con su amada, se bañó con el
resplandor del suelo blanco, hasta la catedral que sonaba al indicar la hora.